Museo Contisuyo
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Victor Arpasi Flores
¡Ah!, usted es el que quiere saber quién fue don Ubaldino! ¡Vaya si me acordaré del viejo amigo! ¡Cómo olvidarlo, si fue más marrullero que político en calzoncillos! ¿Y para qué quiere saber de su vida? Sé que me ha estado buscando y buscando como si le debiera algo... ¡Oiga, no sirve ser curioso! La gente puede pensar mal de mí que soy una persona decente, muy decente, aunque no lo parezca ¿o usted me califica por mi ropa y los zapatos que no tengo? Bueno, ¡basta! y al grano. ¿Qué quiere saber del amigo de mi barrio de las mordidas? ¡Todo! ¿Cómo que todo? ¡Imposible! ¡Nadie sabe todo de alguien ni siquiera de algo! Lo que yo sé es nada de todo... ¿Qué le pasa, maestro? ¡No hay duda que se pasa usted de curioso! Mire, amigazo, ya casi nada me queda en la mollera del paso del poeta por estos rumbos; porque le digo sin pelos en la lengua que él era un poeta, un poetazo redondo y en redondillas, ¡qué caray! ¡Eso era mi amigo!... Oiga, entre nos, hay que dejar tranquilos a quienes partieron "en el viaje sin retorno". Su alma puede resentirse si hablamos y hablamos del amigo muerto, porque se nos puede resbalar un malentendido y jorobamos al camarada que debe estar a la diestra del Señor,¿no le parece? Mejor, dejémoslo en paz en su sueño eterno... ¿sí? Vea, le daré un consejo, no está bien que vaya preguntando por aquí, por allá, quién es tal, quién es cuál. Le puede ir mal. ¡Que tal si se encuentra con un fulano que no le aguanta pulgas a nadie! ¿hum? ¿Qué haría? Lo manda de paseo, y ¿qué ganó usted? ¡Nada!, sólo que le falten el respeto. Debe tener cuidado; porque esto de estar averiguando la vida de los demás es feo, muy feo, y peligroso. ¡Ah, ya se puso triste! Bueno, para que no se vaya con las almohadillas vacías, le voy a contar algo de ese viejo conocido mío; le digo "viejo", porque en realidad es así, pues, yo era crío cuando lo traté; sí, todavía era yo una criatura; mientras que él era ya veterano. Y cambie esa cara de pena... Ah, ya se pone contento. ¿No se ha dado cuenta que está haciendo calor? ¡Tremenda calor! ¿No le parece que está pidiendo un refresco...?
*
Fue albañil, ¿sabe? Fue albañil, pero lo era sólo de barro. Sus manos grandes y rudas manejaban el barro con la soltura y delicadeza de quien le conocía sus secretos. El barro lo preparaba casi negruzco con tierra de chacra, la mezclaba con granza para darle ligazón. Después la dejaba "dormir" varios días y la batía con esmero y fuerza, para transformarla en resistentes adobes, que cuando quedaban secos no había lluvia, por torrencial que fuera, que deshiciera o remojara. Antes llovía mucho por acá, ¿sabía que hasta los cerros que usted ve por allá estaban verdes? ¡Verdes de tanta hierba que crecía! Bueno, él sabía cómo darle dureza al barro. Era matrero para esas cosas, seguramente, por su vieja experiencia de lidiar año tras año con la tierra, el agua y la granza; acuciado tal vez por la exigencia de beber unos tragos de aguardiente, o quizá por los pobladores, que querían tener sus casas con paredes fuertes, duras, amplias, y que no sólo aguantaran las lluvias, sino también los permanentes remezones, y los terremotos que cada cincuenta o cien años se repetían con casi sincronizada circunstancia. Era un buen albañil, ¡para qué! Dominaba el barro fino para el estuque. Era una mezcla que se adhería a la superficie del primer barro que cubría la quincha y que se secaba sin rajadura alguna; después le echaba encima una delgada pasta oscura que con el badilejo (él decía "barrilejo") y la plancha de madera ancha, plana, lisa, dejaba la pared como si fuera una pizarra. A los pocos días, venía la base y después la pintada final... Le digo, era ¡un maestro albañil!, ¡un verdadero amigo del barro!
A mis ojos de niño fue alto, de tez trigueña, rostro entre ovalado y cuadrado, ojos ingenuos, frente amplia, cabellera casi blanca, espesa; corpulento. Sus manos -ya le dije-: grandes, nudosas. Sus pies, anchos; sus pasos, firmes. De andar pausado. Iba descalzo por nuestras calles empedradas. Era un "patacala", como dicen por acá. Cuando alguien se dirigía a él, le decía: "Ubaldino", yo, mocoso, con respeto, lo trataba de don Ubaldino, y así lo sigo tratando, ahora que el recuerdo me lo trae de aquel tiempo que creía perdido; por supuesto con muchas lagunas, donde nada encontramos más que el olvido a veces nadando indiferente entre sus olas, pero que al menos me defiendo con algunos recuerdos que se entrometen con insistencia, porque seguro algo quieren decir sobre aquel poeta callejero y popular que fue Don Ubaldino, el albañil "patacala" de la edad de mi niñez...
Fue amigo de mi padre -un maestro hojalatero-, como tantos lo fueron, hasta el día de su muerte; quizá, por eso, lo haya visto sentado en la grada de piedra caliza que existía en la puerta de mi casa que el terremoto último me transformara en tierra y esteras viejas, y en un remolino del cual no sé cómo salir...
En aquellos días, don Ubaldino, al referirse a mi padre, le decía:
Mi amigo Julio es un vivo,
porque muertito no está,
y en su taller de hojalata
él nos dice "Traipacá"
y se embolsina la plata
por taparnos hueco chico
si nos tapa un hueco grande
nos tapa también el pico.
Luego entre el tiempo y la demora, entre el caminar y quehacer de los "canchuelos", desgranaba otra copla:
Son las calles de Moquegua
Que me llevan por allá,
Y si quiero charla buena,
Yo me voy a "Traipacá".
"Traipacá", o sea Tarapacá, era el nombre de la calle donde vivía. Éste era don Ubaldino: poeta de la calle, pero que no estaba en la calle, como mucha gente de confianza, sino era dicharachero, fregadazo. Un auténtico coplero del pueblo. No sabía leer ni escribir, y su palabra se volvía verso travieso y oportuno ¿Cómo poseía tal ingenio y habilidad para la composición de sus coplas? He allí un misterio. El hecho real está en los versos que muchos recordamos. También le daba al trago largo y tupido, en tiempo real, como dicen ciertos pelafustanes madrugadores; y su verbo versero se desparramaba de manera inusitada. No hablaba en prosa ¡hablaba en verso! ¡verdacito! ¡Hablaba en poesía!
Gustavo Fernández Dávila, el farmacéutico de la botica de don Carlitos Montenegro, me habló una vez de don Ubaldino. Él lo recuerda mejor que yo, que sólo tengo una visión un tanto borrosa, pero no quiero hacer borrón y cuento nuevo; sino que le pido a la imaginación que no me atropelle, que me respete, porque a veces, esta caradurilla ni caso me hace, y se lanza con zapatos y todo a darme escenas y escenas de recuerdos enrevesados y enredados, pero así y todo, aquí me "tenís" hablando del amigo Ubaldino; para mí, con todo el respeto que merece el recuerdo, don Ubaldino, un "patacala" y poeta de la época de mi niñez, ya le dije; además, claro, de ser borrachillo o borrachón, según los gustos, pareceres y creencias.
Mire, jamás alardeaba de ésa su rara habilidad de componer coplillas. Don Ubaldino fue siempre una persona humilde, recatada, sencilla y más que nada pudorosa, como la Rosa Cienfuegos, la golondrina que solita hacía que cualquier verano se vuelva más caliente que agua termal en cordillera, o de la Negra Moraima, la negrita del mejor verbo y adverbio que hayan conocido estas tierras, cuya habla era el miedo de las monjitas y del repítemelodenuevo de sus comensales trasnochados y endeudados de la noche; oiga, si de su florilegio verbal, tenía envidia hasta la misma fragua del Barriga Sucia, el herrero más gordo de la región, que algún día del cual tengo ya el recuerdo entregaré en otros relatos con los pelos y señales de sus entreveros y desenredos .
Y la copla de don Ubaldino salta como la liebre:
Los cabros y las cabritas
Abundan en las majadas,
Hasta el queso es cremosito
Si me lo dan de bajada
En otra oportunidad, comentó sobre los burros y los capachos, previa copla, y para él previa copa:
Bien temprano las mujeres
Van al campo con sus tachos
Se van a ordeñar la leche
Para traerla en capachos.
Luego remataba:
La leche si no se vende
Tiene que regalarse,
Pues leche que no se vende
Se te convierte en vinagre
Don Ubaldino nos explicaba, a los mocosos que estábamos a su alrededor, que cuando decía capachos, no se refería a los cuarentaiunos, unos soldaditos del cuartel de Mariscal Nieto, sino a los serones que ponían a ambos lados del asno para trasladar granos, frutas y otros productos pequeños. Los serones eran canastones que se confeccionaban de tallos de mimbre o de otro arbusto capaz de doblarse sin que se quiebren; estaban forrados de cuero para evitar que se cayeran al suelo los productos. Éstos fueron los famosos "capachos".
Recuerdo que hace muchísimos años, la gente iba al campo con su burrito, aunque no eran sabaneros, pero al fin burrichos de todas las edades y tamaños, que tenían esa mirada de estolidez o de paz única muy propia de estos animalejos. Eran una gran ayuda para el agricultor, porque antes no había camionetas 3x4 ó 2x8 ni de otro tipo; eran escasísimas, por no decir que no existían. Aunque a pesar de ser una ayuda estos cuadrúpedos, no faltaba quien le encimaba tanta carga, gritándole "burro ocioso y tragón: ¡paga lo que comes!", además le arrimaba de palos por el trasero para desahogarse -seguro- de algún problema con la mujer o tal vez con la querida. ¿Qué culpa tenían estos animales de los problemas personales? ¡Nada! ¿O capaz porque tenían la suerte de ser tranquilos, obedientes y de poco comer?; aunque, claro está, no faltaba la excepción de la regla: no faltaba algún burricho más enamoradizo y mañosón, que su dueño o como él, que apenas veía una asnilla de movedizas ancas, orejas grandes y cola abultada, se volvía humo para irle a cantarle sus más estentóreas manifestaciones eróticas, en soliviantados rebuznos, haciendo la mar y morena en el vecindario a la hora precisa de la siesta, que según algunos entendidos en la materia era saludable para el sistema nervioso y el estrés (palabrejita que en esos días todavía no se conocía). Capaz, me digo, gracias a la siesta, la gente de antes era más sosegada que la actual, que parece que estuviera caminando sobre tachuelas. Así de estas cosillas nos conversaba don Ubaldino, aparte de otras historiadas de su vida.
Si Dios nos hiciera burros,
Capaz burro le dirían
Y en vez de un hombre clavado
Un burro colgado habría
En estas charlas, a veces nos interrumpía el tañer doloroso de las viejas campanas de la iglesia de Santo Domingo, que con tañidos diferentes daban los cuartos de hora, las medias horas y la hora, hasta que le llegaba la hora también a cualquier feligrés de la parroquia. Y hablando de las campanas, éstas cuando doblaban, sinceramente, doblaban o quintuplicaban el sonido que no sólo llegaba hasta el fin del valle, sino mucho más allá todavía, y a uno le entraba un reconcomio por el recogimiento, que comenzaba a recoger sus pecadillos para que el curita les diera su penitencia. Por eso, al escucharlas, don Ubaldino se quedaba calladito, como que alargaba las orejas hacia la dirección de donde venía el sonido, y nos espetaba esta copla:
Las campanas de la iglesia
Son campanas sin badajo
Sólo el cura las maneja
Con el repique más bajo.
Eran tremendas las campanazas. Ahora no se sabe dónde se encuentran. Unos dicen que se las llevó el demonio, otros que dicen que el obispo más disparatado de la diócesis ¿Cuál será la verdad? ¡Fíjese que ahora se han apropiado de un parque y de un colegio! Si no serán avivados con la vuelta y la contravuelta! Oiga, eran unas campanas formidables. Cuentan que las habían traído de Europa o de España, o algo parecido, pero eran de tierras extrañas; y cuando las tocaban, salía música de sus metales. Capaz es una exageración, pero don Ubaldino se quedaba como en éxtasis... Otra vez nos clavó estos versos:
Las campanas de la iglesia
Tienen el cuerpo de plata
El badajo es oro puro
Si las toca una calata...
¿Se da cuenta? ¡Una verdadera irreverencia! ¡Excomunión para el pobrecito de Asís, convertido en don Ubaldino, el poeta callejero, borrachín y marrullero!
Una tarde, como el recuerdo, el farmacéutico Fernández Dávila, a quien respeto y saludo, me recitó esta copla del viejo amigo:
Las mujeres en el pecho
Llevan redondos capachos,
Y debajo de la falda:
¡fábrica de hacer muchachos!
Es el recuerdo que me aguijonea, como las coplas ubaldinas. ¿Sabe?, otro día, se me acerca el profe Fernando Vargas, y me comenta riéndose que don Ubaldino era un bandido, especialmente con las mujeres a las cuales les dedicaba sus versos, sus piropos. Cuenta que pasaba una de aquéllas que incrementan el tamaño de los ojos, y capaz acordándose de los mates para el dolor de estómago y de su época de leñador, don Ubaldino, le decía:
¡Hierbabuena, hierbabuena,
Aquí pasa cosa buena!
¡Sarandaja, sarandaja,
Si no se abre, se raja!
Cuando alguna zamarra resultaba quisquillosa y le daba la hiel de su desprecio, armándose de valentía y con el chicote de su verbo violento le decía:
A todos andas diciendo
Que nunca te he hecho nada
Agárrate la barriga
Y verás que está preñada.
Éste fue don Ubaldino, el coplero de la ciudad de Moquegua. Desaprensivo. Me cuentan que vivía por un pasaje que entronca con la calle Cajamarca. Por allí se perdía. Alguien, me dijo que su hijo debe saber más de su vida, y a lo mejor se recuerda algunas de sus otras coplas. Fui a buscarlo, y me afirmaron por el barrio de las cutreras que ya había muerto. ¡Claro!, no falta siempre un aguafiestas, pero yo no creo que esté muerto ¿capaz? Bueno, no importa. ¿o le importa? Así era ese viejo conocido de las angostas calles moqueguanas, de las cantinas de mala muerte y de la palabra mágica, rústica y pronta de la copla pueblerina de esta ciudad que ya empieza a dejar sus añoranzas en el pasado...
Mire, en otra oportunidad, compuso al desgaire esta coplita:
En el almuerzo prefiero
La ensalada de lechuga,
Unas papas con ají
Y una abultada pechuga.
¿Sabe como muere? Oiga, el tiempo pasa y pasa. La rutina cobra vigencia, pero de repente nos trae alguna novedad que si no nos conmueve, al menos nos hace levantar las cejas como si nos intrigara y no hallamos una respuesta pronto a la sorpresa, que quisiéramos saber algo más... Don Ubaldino seguía su vida entre el barro, las visitas, el baile y el trago, hasta que, tal vez por el destino que no sabemos quién le prepara los libretos, se encontró una mañana con una jauría de enloquecidos animales. Tal vez una hembra estaba en celo, y alrededor de ella, los mastines se disputaban sus preferencias. La naturaleza les daba la instintiva orden de disputarse la procreación... No sabemos cómo don Ubaldino se encontró rodeado de la sarta de perros, y en su nublada conciencia por la mala noche y el alcohol, le suscitaron reaccionar con un grito, que en vez de ahuyentar a los canes los incitó a que le atosigaron con sus ladridos; y no faltó que uno de los colilargos le clavase sus filudos caninos; luego el grito de dolor y otra maldición, y mucho más enardecidos los animales lo mordieron a su regalado gusto... Luego voces y más voces... ¡Fuera! ¡Fuera!... lograron que los perros huyeran. Al desaparecer los perros, dejaron en el ambiente el eco trágico de sus ladridos... y el pobre Ubaldino, hecho un mazacote de ropa destrozada y sangre, apenas musitaba un gemido...
¡Al hospital! ¡Al hospital!, apuran. Y al hospital lo llevaron. Era el hospital de San Juan de Dios, que funcionaba al costado de la Iglesia de Belén, la que aún sigue mostrando las tremendas heridas que le causara el terremoto de junio del dos mil uno. A ese hospital lo llevaron. Y lo vieron, y lo desvistieron, y lo curaron... ¡Hay que vacunarlo!, dijeron, ¡hay que vacunarlo!, insistían. La rabia se cernía sobre la vida de don Ubaldino con toda su traición y fiereza. El hombre que no tenía ni quien le ladre encontró, en un vericueto de la ciudad que escuchaba sus coplas, multitud de ladridos, y junto con ellos la dentellada fatal: el mordisco que contenía el terrible virus de la rabia.
Y quedó hospitalizado. El tratamiento fue doloroso. Mucho peor le sería la muerte por la rabia. Resistía las vacunas; resistía las curaciones. Y aguantaba la quemazón de la falta de bebida. Y soportaba... la falta de la libertad que antes lo llevaba por aquí y por allá; pero sufría... Y seguía en el hospital recibiendo su tratamiento..., seguía...
Nadie sabe ni cómo
Comienza nuestra pena
Nadie sabe ni cómo
Nos ponen la cadena.
¿Ve? Las urgencias nos reclaman, nos exigen, nos levantan, nos voltean, nos impelen, nos llevan tal como a las hojas secas. Don Ubaldino veía las paredes blancas de la sala hospitalaria y qué distinta de la abierta calle. Veía sus manos rudas, sus brazos, llenos de vendas que poco a poco se volvían rojos, sea por la sangre, sea por el yodo o el mercurio cromo que dizque le echaban en las heridas. Veía y no veía. Su corazón, seguro, más herido y acongojado, lloraba lágrimas de sangre. Su cerebro le insistía caminar por los pasajes de su casa; hundir sus brazos en el humilde barro; su voz pedía transformarse en una copla; sus ojos, en las líneas onduladas de la mujer, esencia y magín de sus versos... Pero allí tenía que estar quieto. Don Ubaldino quieto sufría...
Una mañana el enfermero de turno encontró la cama vacía. El paciente de la mordedura de los perros no estaba en su lecho... ¡No estaba en ningún lugar del hospital! ¿Cómo logró fugar si apenas caminaba? ¿Cómo escaló la pared si las paredes eran resbaladizas? ¿Nadie se dio cuenta de la salida del enfermo? Y las preguntas seguían y seguían... ¿Adónde fue don Ubaldino?
Lo hallaron al pie de la puerta de su casa... ¡muerto!, con una sonrisa en los labios y un jarro de aguardiente en la mano...
El día que yo me muera
Que repiquen las campanas
Que el cura me haga la misa
Cosquillas me haga la hermana.
¿Qué le parece?